12 feb 2012
LOS CUATRO “PATRES” DEL SIGLO XX
George Seurat (1859-1891). En el año 1886, cuando Seurat provocó una gran
sensación en una exposición con su Domingo por la tarde en la Grande-Jatte, surgió
por vez primera el concepto de neoimpresionismo, acuñado seguramente por Félix
Fénéon, y quedó asociado desde entonces al nombre de Seurat.
Sin embargo, es el término puntillismo el que más gráficamente presenta la
novedad de este lenguaje formal. Las breves y nerviosas virguillas sugerían al
observador la representación de una movilidad ligera y ágil. Mostraban la marca de la
improvisación y dejaban ver impulsos en una determinada dirección, generalmente en
diagonal, aun cuando éstos aparecieran sólo con un aliento breve y en cierta manera
presurosa. Estas partículas de color fueron reducidas a puntos por Seurat, y se
distinguen del “revuelo” suelto de los impresionistas por su unidad de textura casi en
forma de retículo, por su ausencia de dirección (cada punto se encuentra con sus
contiguos en un contacto de igual condición) y por la regularidad casi absoluta de la
pincelada. Los puntos no están aplicados de un modo casual al lienzo, sino que, sin la
más mínima espesura de trazo, se yuxtaponen y sobreponen sumándose
cuidadosamente unos a otros.
Empeñado en conservar en
los colores del cuadro la intensidad
luminosa de los colores de la
naturaleza, Seurat procedió, más
categóricamente sistemáticamente
que los impresionistas, a identificar
cada uno de sus puntos con un
determinado color primario o
complementario. Deja a cargo del
observador el hecho de volver a
referir a lo figurativo, desde una
determinada distancia y con ayuda
de la mezcla óptica, los puntos de
color “puros” y sin mezcla. Seurat
identifica la originalidad aún más
consecuente y sistemáticamente
con el concepto de “pureza”: por
eso, sus puntos de color se identifican ante todo con el grado inicial y más primordial de
cualquier acto formal, por eso no quedan desfigurados por afecciones temperamentales
ni se encuentran bajo la tutela de los contenidos objetivos, y por eso carecen también
del aspecto “sucio” de la paleta y pretenden, al denegar cualquier materialidad, una
pureza química y física, una ley natural absoluta. Este purismo de los valores lumínicos
ya toca casi en la religión estética de la luz, propia del neoplatonismo.
Los puros valores lumínicos resultantes confieren una absoluta nitidez a las
disposiciones de la imagen. Habituados a distinguir en la línea el factor de
estabilización, uno se siente tentado a profetizar en el carácter antilineal del puntillismo
la atomización de lo figurativo. Seurat logra obtener campos de color homogéneos a
partir de la estrecha sucesión de los puntos de color, y estos campos restituyen
nuevamente su textura a la figura humana y al mundo de los objetos. Tras la libre15
concatenación por toda la superficie del cuadro de los puntos de color se eleva la
nobleza y la textura de la forma clásica.
Paul Gauguin (1848-1903). Gauguin también buscó al mismo tiempo caminos
para superar el contenido visible de la realidad y expresar con la línea y el color
realidades internas, invisibles, a veces también especulativas. El abandono de los datos
percibidos (también Gauguin proviene del impresionismo) debe abrir la mirada a las
realidades profundas, universales, del alma. Prestó Seurat un tratado turco sobre
pintura del siglo XVIII, en el que se recomienda: “Que todo respire calma y serenidad.
Evita las posturas agitadas. Que cada figura esté sosegada”.
En estas frases se halla el programa artístico de Gauguin. Vuelto hacia el
pasado, Gauguin reconoce ahí los síntomas de un extravío de la pintura, provocado por
el racionalismo y sus métodos analíticos, por la física, la “química mecánica” y el
estudio de la naturaleza.
Primeramente se trata de superar la inquietud formal y de contenido de los
impresionistas, en énfasis de civilización burguesa de su pintura. Gauguin les recrimina
superficialidad: sólo buscan hasta donde llega la vista, no en el centro enigmático del
pensamiento. También le molesta la mezcolanza móvil e improvisadora de su
pincelada. Esta renuncia a la sintaxis incidental, de lenguaje suelto, de los
impresionistas tiende al endurecimiento y a la rigidez de la composición pictórica.
Decidido por la formalización y dispuesto a sacrificarlo todo por el “estilo”, su lenguaje
formal queda marcado por la línea de fluidez continua. Para él, Ingres ya no es el
clasicista reaccionario y de mente estrecha, sino un gran maestro que esconde calor y
pasión detrás de su aparente frialdad.
Gauguin necesita para sus formas elementales el fondo vivencial de ámbitos
originales, estéticamente vírgenes y no demasiado refinados: los encuentra en el
paisaje poco cargado de la Bretaña, y más tarde en la exuberancia tropical del Pacífico
meridional. Lo que se interpretó como huida era en realidad el anhelo de arraigarse
fuera de la civilización. La argumentación antiestética de Gauguin es liberar el arte de
su cautiverio en los sistemas dogmáticos de las escuelas, las academias y las
mediocridades, y devolverle la dignidad de un acto creativo elemental.
Únicamente pretende liberar el concepto de “arte” de la estrechez naturalistaclasicista y de la presunción del gusto europeo, y abrirle los espacios del arte mundial:
Persia, Egipto, India, Japón, el Pacífico meridional. Prefiere las pinturas murales de
Giotto a la obra de Miguel Angel, admira las
vidrieras medievales y las formas rústicas y torpes
del arte popular.
No pinta la multiplicidad de las apariencias
ni los tonos locales o luminosos, sino que da a sus
figuras la intensidad cromática que poseen en su
imaginación, y que la superficie del cuadro exige
para ser sentida como un acorde cromático.
En La Lucha de Jacob con el Angel, la
escena (campesinas bretonas en primer término, y
los dos luchadores en segundo plano) tiene un
carácter irreal-visionario. El resultado queda seccionado. Como Gauguin no utiliza
recursos de perspectiva lineal ni aérea, el continuo espacial resulta aniquilado.16
Tampoco las escasas sombras ayudan a la ilusión espacial, sino que acentúan el ritmo
superficial. Lo que el cuadro pierde en profundidad espacial, lo gana en armonía
superficial. No analiza más las formas del mundo aparente, caóticamente dispersas y
atribuidas a la casualidad, por su consistencia cromática y estructural, sino que decreta
una síntesis formal de los datos perceptibles e imaginativos. Al negarse a copiar la
naturaleza exterior, cree poder tomar posesión de sus fuerzas internas.
Aunque Gauguin tendió hacia la concordancia entre arte y vida, forma e instinto,
no estuvo dispuesto sin embargo a renunciar al acto creativo artístico y entregar el
cuadro a la “anarquía de la vida”. El principio que le exime de la exactitud objetiva reza
así: “La pintura tiene que buscar más la sugestión que la descripción, al igual que la
música”. Para justificar la renuncia al contenido material, Gauguin, como cien años
antes los portavoces de la sinestesia, se sirve de la analogía con la música, porque en
ella parece concordar el ideal de la desensibilización con el de la desmaterialización.
Aquí encontramos un acceso directo al gran realismo y la gran abstracción de
Kandinsky, al derecho concedido al artista de utilizar “cualquier materia, desde la mas
dura hasta la que se desarrolla únicamente en dos dimensiones (la abstracta), como
elemento formal”, a la reproducción “no artística” del “objeto duro, sencillo” y finalmente
a la ecuación: la línea es “una cosa, que tiene un sentido práctico-utilitario como lo
tienen una silla, un pozo, un cuchillo...”. Dado que esta “cosa” puede utilizarse como un
medio puramente pictórico, al artista se le da la opción de despojar de su finalidad
también a las otras “cosas”, y de insertarlas en el cuadro como puros valores formales.
Vincent Van Gogh (1853-1890). Dado que toda la realidad es signo, es
portadora de significados y alusiones de lo que está más allá y detrás de las cosas (la
vida, los sentimientos, lo recóndito), en el fondo resulta igualmente válido el tema que
representa el artista, a condición de que sea auténtico y sienta que la naturaleza le
habla, le devuelve su propio estímulo.
Sentir las cosas mismas, la realidad, es más importante que sentir los cuadros, al
menos es más fructífero y vivificante. La obsesión creadora de Van Gogh volvió una y
otra vez desde este punto extremo, aunque sintomático, del examen de conciencia (en
el que se halla una huella de la hostilidad protestante contra las imágenes), hasta el
ámbito de la actividad artística, porque en el fondo estaba convencido de que el arte es
la esencia de la vida. Y justamente por eso, el arte significaba para él más que un mero
“pintar cuadros” para comerciantes de arte y exposiciones.
“Todo lo viviente es sagrado”. Apoyado en esta convicción, Van Gogh puede
tomar otra decisión negativa. Más radical que el Gauguin encogido en una poesía
hierática de las cosas, él puede renunciar a la escala jerárquica de los temas
establecida por el clasicismo. Van Gogh se niega a aceptar los temas pictóricos
tradicionales, petrificados en fórmulas, o bien les da nuevas provocadoras
formulaciones, como por ejemplo en la naturaleza muerta de los zapatos usados.
Quiere hallar alegorías donde los agrimensores iconográficos aún no han tomado
posesión del terreno: la Silla de Gauguin no sólo debe dar testimonio de un objeto
inanimado, sino de la amistad entre los dos pintores.
Resuelto del mismo modo en que rechaza la escala jerárquica tradicional de los
temas, Van Gogh se cierra desde el principio al reglamento lingüístico convencional,
emitido por las academias. Frente a la vanidad de los “expertos” que brillan con
elegancia y habilidad, él sitúa con orgullosa humildad el alma como auténtica fuente del 17
acto creativo, es decir algo que no puede ser adquirido y para lo que no hay convenios
formales. Nuevamente surge la idea de originalidad en rebelión contra la tradición
oficialmente establecida, y se siente decidido a echar por la borda las últimas
adquisiciones del arte pictórico y a empezar de nuevo. En este sentido es Van Gogh un
“primitivo” como Gauguin, pero su visión de la originalidad está menos cargada de
fuentes histórico-artísticas: no aboga por el estilo, sino por una transmisión directa, casi
no artística, en contraposición a la retórica pulida de los académicos.
Su ímpetu por la exageración le aleja también de la técnica calculada y meditada
de Seurat. Y en Gauguin y en Bernard admira la decisión de prescindir de la
reproducción fotográficamente perfecta del objeto, en vez de dar a la forma precisa del
árbol un carácter absoluto, pero encuentra que Gauguin es temeroso como pintor. En
cambio, los maestros admirados por Van Gogh le resultan insoportables a Gauguin:
Daumier, Daubigny, Rousseau, Monticelli. Solamente en la admiración por Delacroix
pudieron estar de acuerdo. Gauguin tiende, a emular a los “primitivos”, a nivelar la
pincelada, mientras que Van Gogh propende a su exceso expresivo, psicográfico.
Van Gogh no utiliza la línea moderadamente, sino que la dota de una violencia
volcánica. Mientras Gauguin instrumenta una tensión pictórica bidimensional a base de
contornos deslizantes y campos reposados de colores, Van Gogh quiere dibujar con el
pincel ancho y vigoroso y llegar de este modo (sin desarrollar un juego entre formas
abiertas y cerradas) a una síntesis de color y línea a un resplandor cromático
linealmente dirigido y a una vibración que late en todo el cuerpo pictórico.
Los paisajes de Van Gogh, como por
ejemplo Paisaje con Olivos, parecen revueltos
y agitados por sacudidas. Los objetos de sus
naturalezas muertas reflejan vivencias
humanas (dolor y éxtasis). Y sus retratos
caracterizan al individuo único y también al
“tipo que se ha formado a partir de muchos
individuos”. Todos tienen en común los golpes
arrebatados de la pincelada. En contraposición
a los estados apaciguados de Gauguin, que
también inmoviliza la imagen figurativa como si
fuera una naturaleza muerta, en Van Gogh
todo es movimiento concebido en conflictos
espaciales y gestuales.
Van Gogh quiere expresar lo alegórico, avanzar desde la apariencia hasta el ser,
con la ayuda del “color sugestivo”: “Hay que expresar el amor de dos amantes a través
del matrimonio de dos colores complementarios, a través de su mezcla y de la vibración
misteriosa de los tonos afines. El pensamiento de una frente a través del resplandor de
un tono claro sobre una frente oscura. La esperanza a través de cualquier estrella. El
ardor de un ser mediante los rayos de un sol que se pone. Esto seguro que no es
ninguna ilusión visual realista, ¿pero no es lo más esencial?. El descubrimiento del
poder propio del color puede ir aún más allá y (por lo menos metafóricamente) dejar
que el contenido objetivo se disuelva completamente en el contenido formal.
Su arte y sus cartas testimonian que lo que le importaba era extremar
arbitrariamente las impresiones sensoriales, impregnarlas de expresión, alma y18
sentimiento, realzar lo típico de lo excepcional, lo simbólico, esencial, de lo casual. En
este sentido fue, aún más que Gauguin, un precursor del expresionismo.
Paul Cézanne (1839-1906). Más joven que Degas y Pissarro, sólo un poco
mayor que Monet, Renoir y Sisley, perteneció al círculo de jóvenes pintores que se
agrupó en torno a Monet, y que a principios de los años sesenta, no contentos con las
fórmulas de la pintura académico-oficial, se encontraban en el Café Guerbois. Hacia
finales de los años setenta se separa humana y artísticamente del círculo de los
impresionistas, y emprende su propio camino viviendo retirado en la Provenza.
La microestructura de Cezanne, el tejido de la pincelada, no reduce el color a un
punto de pigmento suspendido sin dirección, que se comunica hacia todas partes, sino
que le otorga el carácter de planos que se encadenan entre sí. Estas formas de color
materializan, libres de cualquier engaste o conducción lineal, energías orientadas y
tectónicamente ensambladas: en ellas se muestra la acción combinada de los
elementos del cuadro en forma de un suceso.
Su “impresionismo” se diferencia ya del de los demás pintores por un mayor
grado de solidez de la estructura superficial. No posee el apresuramiento centelleante
de las virgulillas y las comas, pero con todo no es más “acabado” que un cuadro de
Renoir o de Monet. Cezanne podría haber coincidido con Van Gogh en la pasión por el
estudio de la naturaleza y en la no aceptación de muletillas formulistas heredadas del
pasado, pero no con sus arbitrariedades subjetivas y desfiguraciones violentas, no con
el anhelo ardiente de apoderarse del mundo, al precio de violentarlo.
El mundo en el que viven los conceptos artísticos del joven Cezanne son la
impetuosidad barroca y desenfreno romántico, orientados hacia los venecianos y
Delacroix y aplicados a temas sombríos y bárbaros, que delatan la influencia de
Baudelaire. A principios de los años setenta se produce un cambio decisivo que
confirmará y precipitará su encuentro con el impresionismo. Renuncia a los temas
alegóricos-literarios, y de la mano de Pissarro descubre una naturaleza liberada de
convulsiones y de conflictos, y esta naturaleza se
convertirá desde entonces, junto a los grandes
coloristas del pasado, en su gran maestra. Resulta
peculiar el caso de estos cuadros impresionistas de
Cézanne: son impresionistas en la microestructura
del tejido pictórico, en el colorido luminoso de la
paleta (en la que se excluye el negro), en la
renuncia a la sombra y al modelado corporal
tradicional, que quiebra la unión de la superficie.
Pero la mano pensativa retarda el ritmo de
aplicación del color. Las pinceladas se ensanchan y
alargan, su propio poder prefigurativo (su contenido
formal) se acentúa, se yuxtaponen
homogéneamente, y en vez de “vibrar” alegremente
sobre el lienzo, se ordenan en disposiciones
verticales, horizontales o en diagonal. No son
reflejos de sugerencias espontáneas dictadas por una impresión fugitiva, sino que
provienen de una reflexión constructiva.19
Durante los años ochenta, Cézanne desarrolla en esta tendencia los medios de
su lenguaje pictórico. En la medida en que los datos perceptibles pierden su
provisionalidad transitoria y su permeabilidad a la luz, el cuadro adquiere una mayor
consistencia tectónica, consolida su propio poder y llega al ojo del observador como
una estructura compacta de colores. De esta manera, Cézanne atenúa el contenido de
la ilusión espacial-atmosférica de sus cuadros, o mejor dicho: ensambla la reproducción
de la realidad con su conexión en un tejido superficial de colores, que acentúa su
bidimensionalidad. En las series de Bibemus podemos ver las características que
siempre se han recalcado para la obra completa, que son el enfriamiento y la
congelación, la elevación de un cuerpo pictórico, que se encierra en la estructura
intrapictórica de sus formas de color y renuncia a la “introducción” perspectívica del
observador, y adquiere así una autosuficiencia que tiene algo de solitario y de ajeno al
mundo de los hombres.
Balance Provisional. Seurat, Gauguin, Vang Gogh y Cézanne han establecido
los fundamentos formales y espirituales del arte de nuestro siglo con el abandono de las
tendencias ilusionistas de los impresionistas. Desde un punto de vista conscientemente
unilateral, estos cuatro pintores han concentrado su “rectificación” en un aspecto muy
preciso de la concepción impresionista del mundo, que es la “superficialidad” visible que
desatiende la forma y cede a la casualidad.
La aproximación a la moderna Babel de los locales nocturnos y la prostitución
callejera traspone un motivo del repertorio de objetos de los impresionistas a los
ámbitos de su agresiva puesta al descubierto. Pero también se debe a los
impresionistas la naturaleza idílica opuesta a la gran ciudad. Otro motivo, el entusiasmo
por la dinámica caótica de la vida en las grandes ciudades fue retomando y radicalizado
posteriormente por los futuristas.20
EL SIGLO XX
EL EXPRESIONISMO SENSUALISTA
Antecedentes (Caricatura y Fisonomía). El acto pictórico del siglo XX es
llevado a una analogía con los ámbitos de lo natural y lo viviente, se presenta como
opuesto al cálculo formal y reflexivo. Son precisamente las necesidades de la acción
instintiva en la pintura las que escriben el primer capítulo de la historia del nuevo siglo.
Estas necesidades se expresan casi exactamente al mismo tiempo en el círculo
artístico parisino de los fauves y en el grupo de Dresden Die Brücke.
La palabra “expresionismo”, surgida de pretensiones antitéticas, se generalizó
porque parecía designar literalmente lo opuesto al impresionismo. Esto llevó a
simplificaciones y, como consecuencia de éstas, a malas interpretaciones, de las que
se ha tratado muy a menudo. Precisamente el uso lingüístico alemán implica una
especie de rechazo arrogante del mundo sensorial (con el que los impresionistas
sostenían un diálogo íntimo), a favor de la incondicional “sublimación del sujeto”, es
decir, de la retirada antimaterialista hacia la vida interior, la cifra espiritual, la invocación
mística y metafísica.
El ideal artístico expresionista se muestra comprometido con dos ámbitos
históricos opuestos al idealismo. Por una parte, encuentra su sustento moral en la
aspiración naturalista de apropiarse con incondicional fidelidad de todo objeto (sea éste
“sublime” o “vulgar”). Por otra parte, su génesis formal se encuentra en las exigencias
de caracterización de la caricatura, que sirve a la deformación antiidealista y se burla
abiertamente de la belleza ideal.
Dejando de lado el hecho de que el caricaturista quiere descubrir lo interior para
hacer aflorar el ridículo, mientras que el expresionista generalmente no quiere saber
nada de esta tendencia, ambos utilizan como medio la deformación exagerada.
Ciertamente, el caricaturista se muestra menos pretencioso en un punto muy
importante: a diferencia del expresionista, el caricaturista no hace alarde de investir a su
objeto con una vivencia psíquica. El artista expresionista se siente subjetivamente
habilitado para conceder sin más a cada objeto el derecho a la expresividad, en tanto
que el objeto posee ésta gracias a una “vivencia”. Como esta vivencia es lo que da el
impulso al acto creador, prácticamente todo medio de comunicarla es legítimo, siempre
que se ajuste de un modo directo y espontáneo a esa vivencia.
El expresionismo no entra en contradicción con el idealismo únicamente por el
hecho de no preocuparse de la belleza ideal, prefiriendo en cambio lo feo y lo
característico cuando éstos anuncian vitalidad, sino también porque el expresionismo
se limita al inicio del acto creador. Se trata pues de dos cosa: de dar explicación, o bien
expresión, no sólo al mundo figurativo, sino también al mundo sensitivo del pintor.
Los Fauves de París. Básicamente hay que recordar que los fauves y los
pintores de Die Brucke se adscriben sin reservas a la experiencia sensorial, pero no
quieren registrar detenidamente su multiplicidad material, como hacen los realistas, ni
cubrir ésta con un cuidadoso velo, como es el caso de los impresionistas. También21
rechazan el medio de caracterización de la estilización, pues les parece que su
resultado guarda demasiado poco de la vivencia original, de la dinámica de la
conmoción.
El ímpetu antiformalista es evidente: se rechazan las reglas, los métodos y los
sistemas racionales. Se trata de la confianza en uno mismo, que ya conocemos por el
ensalzamiento de la acción por parte del Sturm und Drang. Los motivos de la acción
pictórica son la afirmación incondicional de la realidad y el impulso a fundirse con ella
en el acto creador. De la obra de los patres llegan en su ayuda múltiples inspiraciones.
Éstas son adoptadas y reelaboradas de una manera notablemente asistemática. El
término fauve engloba a artistas como: Matisse (1869-1954), Roualt (1871-1958),
Vlaminck (1876-1958) y Derain (1880-1954). En el transcurso de un año entraron
también en la jaula de las “fieras” Braque (1882-1963) y Dufy (1877-1953).
Eran conscientes de la libertad que sus predecesores habían ganado para la
transformación artística de la realidad, pero al mismo tiempo estaban decididos a
emplearla de un modo más naï f y espontáneo, confiando ciegamente en su instinto
pictórico. A primera vista parece como si la intensa originalidad, o bien la pretensión de
alcanzarla, fuera a conducir de nuevo hacia la agrupación de colores suelta y apenas
bosquejada de los impresionistas. Sin embargo, de ello los protegen las dos estrellas
que guían al grupo: Van Gogh y Gauguin, esto es, las pinceladas sólidas, con sus
intensos trazos lineales, y la conjunción de colores serena y de superficie amplia.
Acuarela (Roualt) Naturaleza Muerta al Atardecer
(Dufy)
La Mesa Roja (Matisse)
Bañistas (Derain) Barcas (Vlaminck)
Van Gogh y Gauguin marcan el abanico de posibilidades a cuyo manejo se
adecuaron los fauvistas: por una parte el gesto apretado, casi rebosante, en el que la22
vida misma parece “balbucear” por decirlo como Vlaminck. Por otra parte, una armonía
de colores plena e intensa, en la que el mundo visible se transforma en ritmos planos.
Gauguin, además, fue el primero a quien el arte de los pueblos primitivos mostró el
camino hacia la síntesis y la barbarización. Lo que él intentaba asumir in situ, lo
descubrieron los fauves y los pintores de Die Brucke en las tiendas de objetos exóticos
y en los museos de etnología. El tosco lenguaje elemental de las estatuillas y las
máscaras, anticlásico y antiacadémico, fascinó a una generación de artistas que ya no
querían identificar lo bello con el rigor formal y el sosiego, sino con la tensa plenitud
vital.
La pintura se convierte, en el sentido más categórico, en una acción, en una
ejecución, cuyo carácter incidental rechaza que sea identificada con lo premeditado. La
pasta de color se aplica más gruesa y sin mezcla, se evita la disolución de los
pigmentos. La pincelada es a menudo sucinta, que deja intactas porciones
considerables del lienzo: el fondo blanco acentúa la intensidad de los colores. A veces,
unas líneas enérgicas unen las superficies coloreadas, pero a menudo éstas aparecen
sueltas y aproximadas, de manera que no siempre surge un perfil sistemático: las líneas
sirven más para resaltar que para separar.
Otro rasgo esencial resultante de este modo sucinto de pintar es el siguiente: la
forma global se impone sobre el detalle, el todo de la figura resulta más importante que
las células formales individuales, “pues la fuerza de la expresión brota de las superficies
cromáticas en conjunto”. A esta forma global quedan subordinadas también las
relaciones propias de la perspectiva en el espacio y de la anatomía del cuerpo humano.
De ahí resulta, cuando el ritmo del cuadro lo hace necesario, la deformación de estas
relaciones, esto es, la reducción o exageración de las relaciones espaciales, o la
desfiguración decorativa o expresiva de las dimensiones.
Matisse y Vlamink caracterizan los polos extremos del fauvismo: el primero
pretende, como Gauguin, aplanar el acto pictórico, organizarlo. Al segundo le gustaría
gritarlo a voz en cuello. Se prefieren los colores primarios: rojo, azul y amarillo, es toda
como resultado aquel brillante acorde cromático “ideal” que, proveniente de los
mosaicos bizantinos, se introdujo en la pintura europea a través de los grandes
venecianos del siglo XVI (en contraposición al acorde “terrenal” rojo y verde, cultivado
por los pintores del los Países Bajos). Los verdaderos colores fauvistas son el rojo y el
amarillo: metáforas sensoriales del calor, la felicidad y la pasión.
Como movimiento, el fauvismo tuvo una breve duración. En 1907, Matisse abrió
su propia escuela de pintura en París: el instinto organizado es transmitido como teoría.
Ya en 1908 el grupo es atrapado por la resaca de la veneración a Cézanne, que fue
provocada una año antes a raíz de la gran exposición del pintor. Uno de los fauves,
George Braque, se convirtió, junto con Picasso, en fundador del “cubismo”.23
Dresden y “Die Brücke”. En 1905, cuando en París se introducían los fauves en
el Salón de Otoño, se formaba en Dresden Die Brucke. Kirchner trajo consigo del Sur
de Alemania la xilografía, que había recogido inspirado por los
antiguos grabados de Nuremberg. Heckel tallaba nuevamente
estatuillas de madera. Kirchner enriqueció la técnica con la suya
a través de la pintura y buscó en la piedra y la fundición de
estaño el ritmo de la forma cerrada. Schmidt-Rottluff hizo las
primeras litografías. La primera exposición del grupo tuvo lugar
en un local propio de Dresden. No obtuvo ningún
reconocimiento.
Con ocasión de una exposición de Amiet en Dresden,
éste fue nombrado miembro del grupo. Le siguió Nolde, en 1905.
Su fantástica singularidad introdujo una nota nueva en el grupo.
Nolde enriqueció sus exposiciones con la interesante técnica de
sus aguafuertes, y aprendió la de nuestras xilografías.
Al igual que los fauves, los pintores de Die Brucke
tampoco se mostraron muy inclinados a exponer teóricamente
sus intenciones. La profundización intelectual del acto creador
también les era extraña. Sus fuentes artísticas se corresponden
en general con ideales artísticos preclásicos o “primitivos”, con
creaciones de los pueblos primitivos, con el arte etrusco, de
cuya contemplación se obtiene una imagen corregida de la
Antigüedad clásica. A ello se añade la talla en madera alemana,
cuyo lenguaje formal, frugal y riguroso, parece corresponderse
con una suerte de acto de reflexión nacionalista.
Es cierto que los pintores del grupo también recogen las
correspondencias de su sensualidad dirigida al mundo de la
experiencia del color. La pasta aún amorfa que es la materia del
color es aplicada incluso con más fuerza y desenfreno, en un
intento de rechazar con mayor intensidad la tentación de una
exactitud artesana. Cuando los fauves sintetizan la realidad,
exageran su multiplicidad, adornan lo cotidiano con colorida
festividad (los alemanes también buscan lo típico, pero por el
camino de la distorsión llamativa).
El perfil artístico de Die Brücke es más complejo que el de
los fauves. Incluye no sólo la deslimitadora sensualidad del
color, que en las creaciones de Nolde alcanza una expresión
extrema, sino que también se basa en la cooperación de medios
gráficos de creación. En especial la dedicación a la talla de
madera (para lo cual ya Gauguin y el noruego Munch habían
alcanzado cimas de expresión brutales y “primitivas”), induce a
sólidos y marcados contrastes. Los desnudos de los pintores del
Die Brücke se caracterizan por sus fisonomías angulosas, que
los diferencias del ritmo pleno y fluido con el que los franceses
dotaban de una naturalidad paradisíaca a sus imágenes.
Esta restricción llega a su punto más alto en el caso de
Ernst Ludwig Kirchner. Las tallas en madera de los pueblos
Hombre Sentado
(Heckel)
Calle en Berlín (Kirchner)
Retrato de Emy
(Schmidt-Rottluff)
Naturaleza Muerta
(Amiet)
Caballero Errante
(Kokoschka)24
“primitivos”, así como también las esculturas góticas, mostraron a Kirchner el camino.
La áspera agudeza de sus figuras adquirió una justificación simbólica: el perfil y el
colorido crean un impresión atormentada, héctica y de nerviosa excitación. La
gesticulación cortante parece proceder de los nervios, no de los sentidos. La expresión
adopta rasgos de dolor.
A diferencia de Kirchner, cuyo pincel se deja llevar por la inquietud intelectual,
Nolde, mezclando vida y arte, se apropia del doble enigma del destino humano y el acto
creador. Su objetivo es la “originalidad absoluta”, el “estado original” del Universo. Para
él, toda experiencia está cargada de misterios y demonios ocultos a los sentidos. En
sus cuadros religiosos intenta expresar un credo exaltado, bárbaro. El punto central de
su creación lo constituyen afirmaciones con sentido paradigmático, a veces sobre la
criatura sufriente o extática, otras sobre la grandeza inescrutable del devenir de la
Naturaleza.
En la misma época, Oskar Kokoschka era en Viena un “salvaje”, un “joven
colérico”. Kokoschka no busca lo típico anónimo, sino el caso fisonómico particular, el
destino privado. Su temprana fama se debe a los cuadros pintados en torno al 1910. En
ellos despoja a la imagen humana de la máscara de lo representativo. Los rasgos de
los rostros parecen arrugados, la piel coloreada está arañada y raspada con el mango
del pincel o con delgadas agujas. Estos retratos fueron recibidos como un despojo
psíquico doloroso por aquellos a los que el pintor produjo una inmediata inquietud,
mientras que el resto del público tachó al provocador de anarquista.
Los fauves reaccionaron ante el tradicionalismo social y estético con la
despreocupación de los optimistas, en tanto que vitalizaron su entorno (sin evadirlo),
proveyéndolo de una fuerza vital expansiva y carente de problemas. En Alemania y
Austria la reacción se produjo de distintas formas: a veces con entusiasmo y afirmación
del mundo. Otras veces con una carga de amargo desprecio hacia la sociedad y todo lo
existente.
Es precisamente contra esta mezcla suavemente matizada de esteticismo y
utopía social que reaccionan los fauves y los pintores de Die Brücke: a estos elegidos
pasados de época, que se vuelven hacia los happy few, oponen lo tosco, lo brutal, lo
grosero.
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